El primer paso siempre es el más difícil de dar, sobre todo cuando se trata de un viaje de miles de kilómetros. Sin embargo, todo comienza en ese momento. El momento en el que te ronda la cabeza esa loca idea de poner rumbo a la otra punta del mundo. El momento en el que, entre cervezas, le comentas a algún amigo tu deseo de viajar a Argentina, a pesar de saber que va a mirarte con cierta incredulidad y va a querer ponerte los pies en la tierra. El momento en el que, sin saber bien por qué, empiezas a buscar en internet. El momento en el que decides que empiezas a ahorrar, porque no puedes quitarte esa idea de la cabeza. El momento en el que, por fin, decides dejar volar tu imaginación. Argentina quiere conquistarme.
Texto: Judit Vela
Imágenes: Aucan Traveling Experiences y Pixabay
De repente te encuentras en un aeropuerto rodeado de extraños que vuelan a sitios seguramente más baratos, menos peligrosos y más cercanos que el tuyo. Despidiéndote de la familia. Sorprendiéndote a ti mismo por tus ganas incontrolables de abrazar y besuquear a los tuyos. Tú, tan frío y distante durante los 300 y muchos días del año restantes. ¿Miedo? No, no es lo tuyo. Bueno, quizás un poco. Miedo y esa maldita pregunta que emerge de tu subconsciente: ¿Qué puede aportarte este viaje? ¿por qué no te has quedado en casa? Con lo a gusto que se está. Y es precisamente ahí cuando te das cuenta de que tu zona de confort ha quedado atrás para dar paso a ese gran viaje hacia tí mismo. Y hacia Argentina, la tierra del fuego y el hielo. De los seis continentes. El centro de la tierra, para tí, durante estos días.
La niña bonita de Sudamérica
Lo de menos, el jet lag. Lo de más, esa ilusión inminente al aterrizar. Datos que con el paso del tiempo se borrarán de mi recuerdo bailan en mi mente al mismo son que el leve mareo que siento al bajar del avión. Acabo de pisar el octavo país en el mundo y segundo de Sudamérica por extensión. Más de 41 millones de personas. 23 provincias y… Buenos Aires, ciudad autónoma y capital. La preferida, la niña bonita de esta parte del mundo, la reina del Río de la Plata. Al salir del aeropuerto no sé si estoy en Buenos Aires, en Madrid o en París. Me rodean edificios, avenidas, plazas y monumentos que me resultan familiares. Europeos. Con esa mezcla entre lo clásico y lo moderno que caracteriza a las grandes metrópolis. Sin embargo, no hace falta andar ni buscar mucho para comprender por qué esta ciudad tiene esa fama de carismática: es su atmósfera, nostálgica y bohemia, vivaz y frenética.
El aroma a brasas y las chimeneas humeantes saliendo de las parrillas me abren el apetito mientras observo, boquiabierta y con la piel de gallina, a una pareja bailando tango estratégicamente colocada en una esquina de la calle para atraer a turistas. Sin saberlo, ellos también alimentan mis ganas de aprender a moverme así, con tal desgarro, pasión y elegancia. Como el tango, Buenos Aires me hipnotiza a cada paso que doy. Buenos Aires y… quizás, un poco, el fernet –bebida originalmente europea que ha pasado a formar parte de la identidad cultural argentina-. No obstante, al igual que en España no es todo paella y flamenco, en Argentina no es todo asado y tango. Lo verdaderamente real y auténtico es todo aquello con lo que voy topando de forma inesperada. Los variados colores de las casas del barrio de la Boca suavizados por la luz del atardecer, el gigante obelisco alzándose ante mí en una de las avenidas más anchas del mundo, las antigüedades del mercadillo en San Telmo pidiéndome a gritos que las lleve conmigo a casa. Y, por fin, la noche. A pesar del cansancio, la vida nocturna argentina está esperándome. Cada uno de los bares y garitos de la ciudad transforman, al caer el sol, a la niña bonita de Argentina en una joven alocada y gamberra. Y lo mismo pretenden hacer conmigo.
Donde nace el arcoiris
El guía nos avisa: chubasquero puesto si queremos admirar más secos que mojados una de las siete maravillas naturales del mundo: las Cataratas de Iguazú. Una maravilla que, además, actúa como límite natural entre Argentina y Brasil. Una vez allí, consigo entender por qué lo que tengo ante mí está considerado como una de las joyas más preciadas de la Tierra. Me siento minúscula e insignificante ante la enorme masa de agua, espuma y vapor. El sonido es atronador. Nos explican que puede oírse en 15 kilómetros a la redonda. Por ello las cataratas más bellas del mundo hay que verlas y oírlas, solo así pueden sentirse de verdad. Sin embargo es justo en ese pequeño instante en el que la luz atraviesa las miles de gotas de agua cuando se crea la verdadera magia: en Iguazú nace el arcoíris, que parece querer indicarnos el camino más directo al cielo.
Situadas en el Parque Nacional Iguazú, las poderosas cataratas han hecho que olvidemos el cansancio de la travesía. El olor a tierra mojada y hierba fresca, el aleteo de las aves tropicales vestidas de colores brillantes y el paisaje que nos ofrece el tren abierto mientras llegamos desde el lado brasileño de las cataratas hasta el lado argentino, son las sensaciones que nos recuerdan una vez más por qué ha valido la pena emprender este viaje.
Entre aviones y autobuses nos desplazamos de una parte a otra de este inmenso país. A un ritmo mucho más tranquilo que Buenos Aires se mueve la provincia de Salta, apodada “la linda”. Fronteriza con Bolivia, de clima soleado, palmeras infinitas que sobrepasan los tejados y una catedral que quita el aliento. Lugar de folclore y talento, en ella –nos explican– podemos incluso llegar a padecer el “mal de altura” a distancia, al observar los picos de 5.000 metros que asoman desde los Andes. Extrañados al percibir que las gentes del lugar tienen las bocas inflamadas, llegamos a descubrir que, para paliar el mal de altura, tienen la costumbre de mascar hoja de coca, haciendo con ella una especie de bola. Una tradición heredada de los indígenas que habitaban la zona antes de que llegaran los españoles. Nosotros hemos llegado hasta aquí después de todo un día de aventura: bordeando la ruta del famoso Tren de las Nubes, pasando por ruinas preincaicas, llegando al corazón del altiplano la Puna, transitando parte del recorrido de la mítica Ruta 40, visitando las Salinas Grandes y, finalmente, descendiendo por la gran cuesta de Lipán hasta la ciudad de Salta. Todo ello con gasolina de repuesto encima, ante la posibilidad de no cruzarnos con un alma en kilómetros de recorrido por las carreteras y llanuras.
El silencio del hielo
Mientras estemos en este país, el espectáculo nunca se acaba. Los tonos de la montaña de Purmamarca cambian según transcurre el día, y hacen que sigamos disfrutando de las obras de arte que la naturaleza argentina nos ofrece. Pero, sin duda, lo mejor está por llegar. Ya en el sur del país, nos dirigimos al Parque Nacional Los Glaciares, a 80 km de la ciudad de El Calafete, que nos espera impasible e imponente. El árido paisaje estepario de la Patagonia Argentina se encuentra con el inmenso océano. Y… ¿cómo decirlo? No hay palabras para describir la sensación de estar ante un glaciar tan majestuoso e inabarcable, un bloque de hielo tan impresionante que nos eriza la piel a todos y a cada uno de los que estamos allí delante. Somos miles los viajeros que lo visitan a diario. Y aun así, solo se escucha un silencio sepulcral. Solo estamos el glaciar y yo, y ese silencio… que se interrumpe cuando el hielo anuncia, rugiendo desde su interior, que se producirá un desprendimiento en ese momento. Nunca habría llegado a imaginar que me emocionaría y conmovería tanto observando agua solidificada, pero todos coincidimos: estos glaciares son una maravilla ante los ojos de todo aquel viajero que los visite. Nos explican que se trata, además, de una de las reservas de agua potable más importantes del mundo después de los Polos.
Tengo la indescriptible sensación de haber visto más en estos días recorriendo Argentina que en toda mi vida. Ciudades, montañas, viñedos, selvas, cataratas, glaciares… de norte a sur, este país tiene el poder de hacer que el viajero quede perplejo a cada segundo. Ahora entendemos por qué dicen que el ego es el argentino que todos llevamos dentro, pues hemos sabido de primera mano cómo es esa personalidad de sus gentes, tan criticada por unos y alabada por otros, de tangos sentimentales y amores de todo o nada. Canallas y narcisistas pero de un corazón tan grande como su país. Aunque hemos conocido formas de vida muy diferentes de un lugar a otro mientras saboreábamos la travesía, una cosa nos ha quedado clara: todos están orgullosos y presumen -con razón- de su querida Argentina . Los guías locales en cada destino han sido capaces de transmitirnos todo su conocimiento, y es que ellos, mejor que nadie, conocen los usos y costumbres del lugar. Pero, sobre todo, han sabido compartir su sentimiento como viajeros del alma, aventureros y descubridores. Ya habiendo crecido como seres humanos después de un viaje así, solo nos queda darle la razón a aquél filósofo chino llamado Lao-tsé cuando decía que “un viaje de mil millas… comienza con el primer paso”.
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Reportaje realizado a partir de conversaciones con la viajera Roxana Martínez Ucha y con Jorge Prestamo, guía de viajes en Aucan Traveling Experiences.
Canción: Otra luna - Carlos Libedinsky
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