Estaba escondido en medio de la selva y arropado por verdes arrozales escalonados. Las palmeras colgaban desde lo alto y los búfalos de agua retozaban en el barro. Allí, en esa ubicación idílica a ocho horas en autobús desde Makassar, la capital de Sulawesi, descansa el pueblo de Tana Toraja, en Indonesia.

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Texto, fotos y vídeo: Irene Garcia
(Una vida de aventuras)

Eran las 5 de la mañana y las primeras luces del día comenzaban a dotar de vida Tana Toraja. Los tongkonans, unas inmensas casas en forma de barco, se erigían firmes y lucían ristras de cuernos de búfalos. Estas construcciones tradicionales emulan las primeras casas de los ancestros, que llegaron en barco desde islas más lejanas. Los primeros pobladores seguían costumbres animistas, que más tarde mezclaron con el cristianismo durante la colonización holandesa, así que lo típico es ver iglesias junto a tongkonans.

Tana Toraja
Los tongkonans, en Tana Toraja, son unas inmensas casas en forma de barco,

Las casas son de techos gruesos de bambú, suspendidas a varios metros de altura sobre pilares, fachadas pintadas a mano con motivos animales y un búfalo de madera que corona la entrada. Aquí conviven todos los miembros de la familia, incluso los difuntos.

Su curiosa celebración de la muerte llama la atención a muchos turistas, que se desplazan a este pueblo con la intención de acudir a un funeral. En la cultura tradicional toraja, cuando alguien muere, sigue “viviendo” y compartiendo espacio con el resto de la familia. Se sienta al lado en las comidas, presencia alguna boda e incluso duerme con el viudo o la viuda. Algunas familias conviven con el difunto durante años para poder reunir el dinero suficiente. Se suelen celebrar dos ceremonias para enterrar a sus muertos, una justo cuando fallece, y otra cuando la familia está económicamente preparada.

Tana Toraja
En un funeral toraja se sacrifican como mínimo 24 búfalos

Un funeral toraja puede llegar a costar 100.000 euros, pues se sacrifican como mínimo 24 búfalos. Los búfalos se crían para este tipo de celebraciones y suelen costar unos 3.000 euros, aunque los búfalos albinos son más caros. Durante la celebración también se sacrifican cientos de cerdos y gallinas y acude gente de pueblos lejanos. Las familias toraja son muy numerosas, ya que los hijos son los que se encargan de pagar el funeral de sus padres; muchos de ellos se van a trabajar fuera para ahorrar dinero durante toda su vida; no es de extrañar que el 75% de los ingresos de la región provenga de las familias que trabajan fuera.

Tana Toraja
Una foto del fallecido situada sobre un redondeado ataúd preside toda la celebración

A través de una carretera ruinosa y empinada como una montaña rusa, en la selva más espesa, se llega al pueblo de Nanka. Cuatro casas se disponen en forma de cuadrado con un espacio en el centro. La gente se sienta en diferentes zonas según su estatus social, los jefes en el centro. Algunos visten con una tela negra, pero todos ríen, beben y festejan la muerte. El difunto preside la escena desde lo alto, en una especie de balcón. Su foto, frente al colorido ataúd de forma redondeada, mira a todos y cada uno de los asistentes. Mientras, en medio de la plazoleta tiene lugar el sangriento sacrificio. Los gritos de los cerdos, colgados de la patas en palos de bambú, se entremezclan con el jolgorio de la fiesta. Los charcos de sangre riegan el contenido de los estómagos de los animales que yacen tendidos en el barro. Tras horas de matanza, el jefe con micrófono en mano, procede a repartir la carne entre todos los asistentes. Los niños corretean por medio de las pieles ensangrentadas y juegan a arrancarles el rabo a los búfalos descuartizados. En pequeñas montañas cárnicas separan los cuernos, que más tarde lucirán en la entrada de sus casas, los corazones, las patas, costillas, etc. Un único superviviente, que mira los restos desparramados de sus compañeros con desconcierto, es subastado para donar parte del dinero a la iglesia.

Tana Toraja
Los toraja excavan, con martillos rudimentarios, las verticales rocas de cuevas o precipicios e introducen en su interior al difunto

Estas celebraciones pueden durar varios días, y terminan cuando llevan al difunto a su tumba. Los toraja excavan, con martillos rudimentarios, las verticales rocas de cuevas o precipicios para introducir dentro al difunto. Sellan la entrada con una puerta de madera y visitan el lugar a menudo. Le llevan cigarrillos, paraguas, biblias e incluso ventiladores. Este tipo de tumbas en la roca vertical albergan varios miembros de la misma familia, a modo de panteón. Fuera, los tau tau, miniaturas del fallecido talladas en madera y vestidas con sus ropajes, custodian la tumba.

Tana Toraja
Cuando un niño fallece en Tana Toraja se hace un hueco en el tronco del árbol Tarra y se coloca allí en posición de embrión

Otros toraja, suspenden en el aire los ataúdes con forma de barco o búfalo y los sujetan con dos maderas; al cabo de los años los ataúdes caen contra el suelo y los huesos se desparraman. Sin embargo, cuando un niño fallece, se hace un hueco en el tronco del árbol Tarra y se coloca allí en posición de embrión. Se cree que la savia blanca del árbol alimenta a los pequeños y éstos siguen creciendo a pesar de estar muertos.

Sólo unos pocos toraja, cinco familias, siguen la tradición de los rante. Se lleva a cabo el mismo procedimiento ceremonial: embalsamamiento, sacrificio y enterramiento; pero además se coloca un enorme megalito en la parte central del tongkonan. El rante, al igual que los tau tau, son panteones familiares y conllevan un sacrificio de hasta 537 búfalos por megalito, es por esta razón que solo los nobles tienen acceso a las tierras y hoy en día es una tradición que se está perdiendo.

Los toraja consideran que cuando alguien muere, éste alcanza el paraíso y se convierte en semidios; después vuelve para proteger a su familia. Inculcan estos valores a los más pequeños, quienes tienen claro que deben ahorrar toda su vida para costear el funeral de sus padres, tener muchos hijos que les paguen el suyo propio y de esta forma proteger a la familia. Un bucle sinfín.

La muerte, el principal modo de subsistencia de Tana Toraja, es su fuente de vida. Todo el movimiento en torno a un funeral activa la economía de la región y para más inri la muerte no entiende de crisis. Las montañas las habitan los muertos y los árboles tienen pequeñas puertas que velan cadáveres de bebés fallecidos prematuramente. Las sangrías públicas son motivo de festejo y alegría y de los ataúdes cuelgan huesos y cráneos desvencijados. Una cultura tan lúgubre como hermosa, que se ha convertido en el reclamo turístico de Sulawesi.

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Niño de la tribu Mursi, en Etiopía (foto: Ignasi Rovira)

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Más información sobre este viaje a Etiopía organizado por Tuareg Viatges

El aire azota suavemente mi cara a medida que avanza el 4x4. Estoy en Etiopía, en medio de la sabana africana, rodeada de especies que jamás pensé que vería frente a frente, esto es un regalo. El camino, a menudo solitario, me brinda paisajes fascinantes pero este momento es el más especial. El todoterreno, que avanza impasible, levanta un polvo tostado, casi rojizo, que se suspende lentamente mientras los últimos rayos de sol del atardecer se cuelan entre los diminutos granos. Es cierto que los atardeceres de África son de los más bellos del mundo, el sol, en su último suspiro, colorea la inmensidad de la sabana y la dota de una nueva identidad. Todo se vuelve naranja y solo se distinguen a lo lejos las siluetas de las enormes acacias y de algún ave que sobrevuela el paisaje que se nos abre en nuestro viaje a Etiopía.

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Texto: Irene Garcia
(Una vida de aventuras)

El mismo ambiente polvoriento emborrona las zonas semidesérticas donde se hallan los poblados de las diferentes etnias etíopes. Hamer, Mursi o Benna son algunas de ellas, y aunque comparten muchas tradiciones son completamente diferentes, e incluso rivales.

En la lejanía se distinguen unas siluetas altas y delgadas, pero a medida que me adentro en la inmensidad más profunda de la sabana, vislumbro un poblado vallado con ramas y troncos y unas humildes chozas de paja con un corral al costado. En aquella parcela en medio de la nada todo permanece puro e incólume. De pronto, las alargadas siluetas se acercan curiosas con una sonrisa de oreja a oreja y comienzan los primeros intercambios de palabras. Al mismo tiempo varias aves multicolores sobrevuelan la aldea mientras cantan una repetitiva melodía. Una algarabía de silbidos que resuenan hasta en el lugar más recóndito del poblado.

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Mujer mursi (foto: Ignasi Rovira)

Mis ojos, asombrados, van de un lado para otro buscando elementos distintivos de aquellos grupos étnicos. Las mujeres hamer adornan su pelo con barro y grasa animal, lo cual les proporciona un color ocre característico, mientras que los hombres marcan sus cuerpos con escarificaciones. Las mujeres mursi alargan su labio inferior de una forma sobrehumana y colocan en el espacio que queda, un platillo de barro para identificar su posición social, cuanto más grande es el plato, más influyente es la mujer. Los benna cuidan con mucha dedicación su peinado y recubren su cabeza con una especie de gorro de barro, llama mucho la atención verlos siempre con un taburete cerca, y es que lo llevan por si tienen que echar la siesta para no destrozar su look; aunque una de las características más impactantes de esta etnia, que comparte con la Hamer, es su tradicional “Salto del Toro”.

Todos los miembros de la tribu saltan de alegría y hacen sonar unos enormes cascabeles que cuelgan de sus ropajes. Las faldas de las mujeres, de piel de vaca, lucen colores vivos que muestran orgullosas mientras adornan sus cuerpos con pulseras, collares y pintura corporal. El ruido de los cascabeles y trompetillas no cesa ni un segundo, es un día de celebración y alegría. Los hombres agarran a los toros por los cuernos y rabos, no sin esfuerzo, para hacer una hilera que pocos segundos después saltan los jóvenes de la tribu. ¡Vaya! Aquello es como una olimpiada africana, de un solo salto y sin apenas utilizar las manos atraviesan la fila de ganado y con ello entran en la edad adulta, un salto social que les permite contraer matrimonio y formar una familia.

Entre tanto revuelo, los más pequeños del poblado se desternillan de risa al verse reflejados en el visor de la cámara; sus caras son una mezcla de alegría y desconcierto. Al cabo de un rato se marchan y vuelven con más amigos para seguir con las risas.

Carnaval de sabores

Si por algo se conoce un país es por sus mercados, y en Etiopía hay cientos de ellos. El bullicio y el colorido son el factor común, mientras que sus visitantes y productos son tan variopintos como etnias se juntan alrededor de esos focos económicos y culturales. Nada más poner un pie en el mercado, un intenso aroma a especias y a ganado llama mi atención. A pesar del calor, avanzo sin rumbo fijo de puesto en puesto y me cruzo con mujeres que cargan sacos de cereales en la cabeza con cuidado de no pisar las verduras expuestas en el suelo. Los colores envuelven el lugar dotándolo de un aspecto mágico y brillante y los olores cada vez son más intensos. El olor a jengibre, cilantro y chili impregna el ambiente, ¿de dónde proviene ese aroma?, olfateo el apetecible rastro hasta dar con un pequeño puesto de comida. Un hombre alto y vestido con vaqueros pide al chico del otro lado del mostrador algún plato etíope que soy incapaz de descifrar; entonces el hombre del mostrador me mira esperando una comanda, así que utilizo el idioma internacional y señalo al chico de los vaqueros: “quiero lo mismo que él”. Al cabo de un par de minutos estoy degustando injera, un pan muy fino, de sabor agrio pero especiado y realizado con harina de teff. Este pan se utiliza como plato donde se ponen los alimentos y se come pellizcando trozos, a modo de cuchara. Encima se acompaña con doro wat (pollo en salsa), messer wat (lentejas), sega wat (cordero), shiro wat (puré de garbanzos), verduras, ensaladas, queso, etc.

Los sabores de la comida etíope son como una explosión en la boca, las salsas y aromas te trasportan hasta el mismo corazón de África, y si cierras los ojos te puedes imaginar rodeado de cascadas color chocolate y el sonido envolvente de los macacos y aves de la selva.

Pero Etiopía no solo son sus gentes y gastronomía, también forman parte de ella un conjunto de rutas históricas donde resuenan los ecos de grandes imperios y reyes, que fascinaron en su visita a autores como Kapuscinsky o Javier Reverte.

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Uno de los espectaculares templos excavados que hallaremos en Etiopía (foto Ignasi Rovira)

Desde la magia medieval de Gondar, donde las almenas, arcos y torres se erigen majestuosamente entre el verdor que consume el lugar, hasta Lalibela, el mítico pueblo perdido en las montañas que permaneció en secreto durante décadas y que posee unos monolíticos templos cincelados en la piedra por debajo del nivel del terreno.

Jugando al escondite con las montañas

La angosta grieta rocosa zigzaguea entre una docena de iglesias en el subsuelo. El color rojizo se apodera de aquella imagen y al alzar la vista, una enorme construcción se levanta ante mis ojos, “esto es Lalibela”- dice Ignasi, el guía. Él lleva 15 años recorriendo Etiopía con grupos de turistas y jamás se ha cansado de visitar aquellas iglesias trogloditas que aparecen como surgidas de las entrañas de la tierra.

Entre estrechos barrancos y escarpadas y frondosas colinas, asomándose a escondidas para bañarse con la luz del día, la intrincada red de túneles subterráneos, que conectan una docena de iglesias, se abre paso hasta las enormes piezas talladas a mano con herramientas rudimentarias y de un solo bloque.

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Sacerdote en Lalibela (foto: Ignasi Rovira)

Al fin contemplo las iglesias de las que tanto había leído. Un halo de misterio me acompaña en todo momento, y de vez en cuando me cruzo con algunos sacerdotes vestidos de un blanco impoluto con turbante y bastón. La escena es insuperable cuando se asoman a los ventanucos, a bastantes metros del suelo, meditabundos y mirando al horizonte. Sin duda alguna, Lalibela es un lugar fotogénico, encantador y sobre todo mágico. Aquello que se suele decir de “la fe mueve montañas” en este caso, no solo es la pura verdad, sino que es una experiencia que se debe vivir al menos una vez en la vida.

Los reyes de Etiopía

Normalmente, cuando viajas a África tienes la idea de que no verás ningún animal de cerca aunque hagas un safari, ya que nadie puede garantizar que el león o el rinoceronte de turno estén allí esperando tu llegada. La fauna en Etiopía es extremadamente diversa. Mi sorpresa es bárbara cuando los animales, que en un principio me había hecho a la idea de ver en postales, se pasean tranquilamente delante del objetivo de la cámara.

Los lagos del país aúnan un sinfín de especies, desde hipopótamos descomunales, que asoman la cabeza tímidamente y mueven las orejas de atrás hacia delante, hasta cocodrilos que se pasean frente a las barcas de los pescadores, agazapados y siempre alerta. En tierra llaman la atención las hermosas cebras, con unas rayas que brillan a la luz del sol como si estuvieran recién pintadas, los antílopes y gacelas, de prominentes cuernos y asilvestrados saltos, los flamencos, que como una nube rosa se posan junto al lago y permanecen largas horas en perfecto equilibrio, y la infinidad de aves, que lucen plumajes espectaculares.

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Gacela salvaje (foto: Ignasi Rovira)

La verdadera belleza de la fauna etíope reside en el entorno que la rodea y el ambiente que se crea cuando todos los sonidos de alrededor susurran su animada, pero relajante melodía. Las cascadas chocan contra las rocas del precipicio con fuerza, y baten sin miedo; los pájaros pían sin cesar, igual que los monos aúllan, colgados de los árboles más cercanos.

A veces solemos quedarnos con los clichés. Tenía la imagen de una Etiopía seca y árida pero nada de lo que estaba viendo se parecía a aquello: praderas verdes, montañas pobladas de árboles y agua por todas partes. Sin duda alguna, mi estancia en Etiopía, desde el Valle del Omo, hasta la antigua Abisinia, fue una montaña rusa de emociones y sensaciones que traté de vivir al límite desde que puse el primer pie, hasta el día que dejé atrás aquella maravillosa aventura. Había recorrido, durante 17 días, un país de contrastes que rompió mis esquemas, de viajes por carretera, paisajes cambiantes y gente cuya hospitalidad no tenía parangón.

Si echo la mirada atrás recuerdo aún la visita a la tribu karo, una anécdota digna para contar a mis nietos, de esas que difícilmente alguien creería. La tribu vecina, los bumi, les habían robado algunas vacas y mujeres. Cuando el grupo de turistas llegó al poblado, los karo estaban en éxtasis, embadurnados con polvos blancos y saltando frenéticamente. Se preparaban para la guerra. Ignorantes de todo aquello, nos imaginábamos un teatrillo donde la tribu representaba su escena principal: “qué turístico”-comentábamos al guía-. Ignasi, que sabía perfectamente que aquello no iba a terminar bien, dijo: “subid al coche que nos vamos pitando”.

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Integrantes de la tribu Karo en el Valle del Omo, Etiopía (foto: Ignasi Rovira)

Las tribus, a pesar de que son muy abiertas, también tienen una vida, enemigos y viven una realidad completamente diferente a la nuestra. No se trata de un decorado de quita y pon que se monta cuando se acercan los turistas. En aquel caso, ¡estaban en medio de una guerra! En Etiopía nunca sabes lo que puede ocurrir.

Sentado en la terraza de algún lugar de Etiopía se oyen, a lo lejos, las carcajadas de unos niños. El sol ya se está poniendo y termina el día. La noche entra en escena sin prisa, oscureciendo aquella maravilla lentamente. Han pasado unas horas y sigo inmóvil, mientras la luna brilla plateada y el añil tiñe todo, incluso a las personas. Me quedo en silencio.

Reportaje realizado a partir de conversaciones con el guía de Tuareg Viatges,  Ignasi Rovira

Canción: "Shashemene Ethiopia", de Aster Aweke

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