Costa Rica se anuncia como el país que te permite visitar el océano Pacífico y el mar Caribe sin salir de sus fronteras. Pero es mucho más que eso. Es la naturaleza en su estado más puro. Son volcanes que burbujean ácido sulfúrico, caminos impenetrables, playas salvajes y paradisíacas.
Texto y fotos:
Berta Cots
Decidimos hacer este viaje en autobús. Los costarricenses son gente afable y servicial. Si no fuese así lo de los autobuses habría sido mucho más complicado. Porque para llegar desde el Volcán Arenal hasta Liberia, unos amigos con los que habíamos compartido dos días de viaje nos dejaron en un pueblecito llamado Tilarán donde, aparte de dos “sodas” (restaurantes de presupuesto más moderado que el resto) no había mucho más. Eso sí: una parada de autobús cuyo techo no fue ningún obstáculo para que el diluvio que caía nos empapara de arriba a abajo. De ahí había que coger un autobús hasta un pueblo en la carretera interamericana, Las Cañas, desde el cual con suerte podríamos llegar a nuestro objetivo esa noche: Liberia. Cuando nos subimos al primer autobús no sabíamos si dormiríamos esa noche en Liberia, pero preguntando en Costa Rica se llega todas partes y lo conseguimos.
Nuestro objetivo allí era visitar el volcán Rincón de la Vieja, en el parque nacional del mismo nombre. A través de un camino bastante fácil de recorrer se ven fumarolas fangosas, se toca la tierra caliente en algunos sitios, se huele el azufre que sale del volcán. Y tras una caminata mucho más larga de lo que dicen los guías de la entrada se llega a unas cataratas que son el premio a haber aguantado hasta allí: agua cristalina en medio de un bosque remoto y espeso.
Salir de allí fue otra pequeña aventura: en medio de las obras de la interamericana, el autobús se coge enfrente de un hotel, Los Boyeros, que le da el nombre a la parada. De ahí, tras dos horas a lo largo de la interamericana hacia el sur, bajas en un sitio que se llama La Irma: restaurante cerrado hace años que le sigue dando nombre a la parada del autobús en un cruce de carreteras. Por ahí, dos veces al día, pasa un autobús que sube por una carretera de curvas hasta Monteverde, lugar fiel a su nombre donde los haya.
En Monteverde todo el mundo hace cosas que en cualquier otro sitio no haría nunca. Como tirarse por una tirolina de más de 1,5 km colgado como si fueras Superman. O el salto del Tarzán, porque ya que estás haciendo el circuito de aventura, ¡cómo no te vas a tirar al vacío cogido de una cuerda! Me dijeron que eran tres segundos de caída al vacío hasta que la cuerda tiraba de ti: sigo sin saber si era verdad, solo sé que no lo volvería a hacer, pero que me alegro de haberlo hecho. ¿Contradictorio? Y todo esto por no hablar de la exuberancia y profundidad del bosque nuboso (todo hay que decirlo, también muy fiel a su nombre) o del avistamiento nocturno de animales. La sensación de estar en la selva a oscuras, se vean animales o no, es sobrecogedora e incomparable.
Todo esto, no tiene nada que ver con visitar los parques nacionales de Manuel Antonio y Marino Ballena, de playas salvajes y solitarias y con tanta flora y fauna que ver. O con el Parque Nacional de Corcovado: lugar de difícil acceso pero al que merece la pena llegar. Caminas por un sitio protegido, con una cuota máxima de visitantes al día, donde los animales, ignorando a los pocos turistas que llegan, siguen haciendo su vida mientras tú les contemplas boquiabierto en su hábitat, por tener el lujo de verles allí, en una selva y en unas playas que son suyas y en las que los humanos estamos de prestado. Y que, por cierto, el agua se está empezando a llevar.
Y no nos podemos olvidar del Caribe: Puerto Viejo, con su reggae y su reggaetón y su salsa. ¡Y su comida caribeña! El aceite de coco, el pollo con salsa caribeña, los zumos de frutas, los pasteles. Y las playas. Y el surf. Y las playas.
Desde allí fuimos a al Parque Nacional Tortuguero en un barco que cogimos en Moín: entras en el parque a través de los canales artificiales que se construyeron para facilitar las comunicaciones en la zona. Solamente eso ya es un espectáculo de manglares, cocodrilos y aves varias. Una vez en Tortuguero, tener la oportunidad de ver a las tortugas verdes, por la noche, salir a la playa para, después de limpiar la zona y hacer un agujero, poner sus huevos, es una experiencia muy emocionante. La tenacidad con que tapan el agujero, con la que, quizás, hacen otros agujeros para despistar a los depredadores, cómo paran de vez en cuando a respirar por lo cansadas que están del esfuerzo, y verlas volver al agua después, satisfechas, todo eso es indescriptible. Y todo, eso sí, en grupos pequeños muy controlados, a oscuras, para no entorpecer todo el proceso ni desorientar a las tortugas.
Un país, en resumen, en el que ni hay solo playas, si hay solo volcanes, ni hay solo animales, ni hay solo ticos. Eso sí, ¡arroz y frijoles en todas partes!
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