Tras doce horas de vuelo llegamos, por fin, a Bangkok, capital de Tailandia, el País de las Sonrisas. Al abrirse las puertas del aeropuerto de Bangkok para acceder al párking, la humedad golpea nuestros rostros y nos obliga a plantearnos muy seriamente por qué le llaman el país de las sonrisas. Pronto lo comprobaremos.
Texto y fotos: Clara Esparza
Sólo entrar en Bangkok, la ciudad entera parece sonreírnos, regalándonos su primera luz del día. Su amanecer de un día de febrero a las 6 de la mañana. Tailandia se despierta para empezar un nuevo día, y asimismo también su hermoso caos se desvela.
Nos sorprende el tráfico, los altos edificios, la ausencia de normas en las carreteras. Los taxis de colores fucsia, verde y amarillo. Familias enteras en vehículos de dos y cinco plazas. Un motorista con tres enormes cajas atadas a la parte trasera de su moto. Así es el tráfico en la gran capital tailandesa, donde el turismo es tan solo uno más de los negocios.
Los cables eléctricos que cuelgan de sus calles se encuentran sin protección de ningún tipo y sorprende pensar en cómo estos pueden aguantar las duras épocas de monzones. Miles de pequeños negocios -que en muchos casos se basan solamente en una pequeña mesa custodiada por un hombre o una mujer que se dedican a freír carne, pollo o a vender fruta- llenan las calles de Bangkok de distintos colores, sabores y, sobretodo, olores.
Olores que nos sorprenden y nos someten a una especie de terapia de choque olfativa. Y no podemos evitar pensar que, por fin, se nos hemos librado de las cadenas de Occidente para introducirnos en un mundo que transmite una esencia totalmente distinta.
“En Bangkok no existe el paro”, nos explica Dao, nuestra guía. Y es que, gracias a la ausencia de normas que regulen el comercio y el mercado, en Tailandia cualquier familia puede ganarse la vida con cualquier cosa que esté a su alcance. En este país existe de todo, menos las excusas.
Tailandia y el budismo
La religión budista tiene una gran presencia en Tailandia. Cada menos de 100 metros un pequeño altar recuerda a los transeúntes que deben pararse y saludar, haciendo el gesto de juntar las manos e inclinar la cabeza. La mayoría de casas, y también hoteles, disponen de un pequeño altar y una casa de los espíritus, también llamada San Phra Phum, la cual se encarga de proteger y honorar los antiguos habitantes así como a los fallecidos de las familias.
Los tan admirados monjes, personas dedicadas enteramente al budismo, se distinguen fácilmente entre el resto de la población, gracias a su túnica marrón o naranja y su cabeza totalmente rapada. Son personas que dedican prácticamente su entera vida a esta religión, en la mayoría de casos internándose en templos alejados de la ciudad desde muy jovencitos.
Los monjes entrenan diariamente para conseguir la paz interior. Lo hacen a través del método de la meditación, al que dedican un mínimo de una hora al día. Van a la escuela, y estudian asignaturas como matemáticas, derecho, religión, economía y filosofía.
Más allá de lo que nos cuentan
Alguien dijo una vez que las buenas noticias no son noticia, y esto es tan clave como cierto para entender Tailandia.
Pocos hablan acerca de aquellos valores de los tailandeses tan ínfimamente relacionados con su religión. Que su religión se fundamenta en la superación de uno mismo, y que cuando nosotros les preguntamos cuál es para ellos el personaje equivalente a nuestro “demonio” ellos ni siquiera entienden nuestra pregunta. Porque, no, en el budismo nunca existe la figura de “el malo”, solamente siguen el ejemplo de Buda, quién les sirve como guía en la búsqueda de la verdadera paz interior. Del bienestar absoluto. Del Nirvana.
Nadie explica en los medios que sus calles están llenas de color y que en sus mercados se respira vida. Que el imparable día a día en la capital convierte a este país en uno de los más curiosos de visitar. Que si de repente estás paseando por sus calles y comienza a llover, lo mejor que puedes hacer es reírte y correr, mientras observas como los tailandeses cubren sus stands de comida con plásticos que siempre tienen preparados.
Tailandia y humildad deberían ser sinónimas. Espiritualidad, amor, paz. Ver a los tailandeses viajar en moto con el viento golpeándoles el rostro con la despreocupación de quién, simplemente, es feliz, no tiene precio.
Saber que a pesar de no ser un país democrático y que nosotros podríamos hacer mucho por ellos, también podríamos aprender de su sistema. Cosas como su admiración al Rey, quién no representa simplemente la figura del poder, sino que también se implica de lleno en cuestiones sociales.
Para todo aquel que quiera visitar Tailandia, es imperativo saber (y tener muy claro) que no todo se basa en prostitución (una de las lacras del país), en subir a un elefante, ni en una visita obligada a sus paradisíacas playas. Uno puede aprender mucho de Tailandia, y también de la vida, simplemente paseando por Bangkok. Deleitándose con su todavía ajetreada vida nocturna, y es que Tailandia parece no dormir nunca.
Con su cantidad de luces, entre las que predomina el rojo de sus bares y pubs. Con sus mercados que no cierran hasta altas horas de la noche y en los que trabajan familias enteras, incluidos niños. Su caos. Su tremendo y hermoso caos. También de noche.
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