Debían ser las 6 de la mañana cuando una bofetada de aire caliente me golpeó al bajar del autocar. Un paisaje de color marrón arena se extendía ante mis ojos y el característico pero organizado caos de El Cairo quedaba en un segundo plano. Mis ojos avanzaron lentamente a través del desierto hasta toparse con un pedazo de historia viva, una construcción enigmática, un sueño que al fin se hacía realidad. Sí, estaba en Egipto, cuna de las civilizaciones más extraordinarias, de faraones y dioses, de rituales y templos. Me encontraba en el corazón de una ciudad vibrante y llena de energía, donde cada paso sacudía a los sentidos y cada rincón escondía un secreto.
Texto y vídeo: Irene García (Una vida de aventuras)
Imágenes: Pixabay
Las imponentes siluetas de las pirámides de Giza se alzaban hasta casi tocar el cielo. Inmóviles sobre la arena del desierto desde hace más de 4.500 años son la única maravilla del mundo antiguo que se conserva en la actualidad. Tumbas inexpugnables que albergaban tesoros y objetos que podían ser de utilidad para el faraón en su otra vida. En el interior de estas majestuosas construcciones, un laberinto de pasadizos angostos y galerías oscuras serpenteaba hacia arriba y hacia abajo hasta la cámara funeraria del faraón, cuyas paredes estaban cuidadosamente decoradas con textos jeroglíficos desteñidos por el paso de los años. Se trata de uno de esos lugares a los que hay que viajar al menos una vez en la vida. La atmósfera que se respira te transporta directamente al corazón de la civilización egipcia, te imaginas caminando por los zocos, los salones de palacio, surcando el Nilo en barcas de vela o haciendo ofrendas a Horus y Ra en sus majestuosos y coloridos templos plagados de columnas y estatuas colosales.
No muy lejos de allí, una gran esfinge (cuerpo de león y cabeza humana), guarda el lugar. A pesar de la erosión y sedimentación por las arenas del desierto, la esfinge luce majestuosa e intimidante, y emociona al tenerla frente a frente con su presencia retadora.
Una travesía por el Nilo
Egipto tiene mil rostros y formas apasionantes de recorrer su historia, y quizás, navegar el Nilo, el gran río de África, resulta imprescindible para captar la magia atemporal del país. Un crucero de 4 días por el Nilo a través de 200 kilómetros de tesoros arqueológicos a bordo de un barco es, sin duda, la mejor excusa para caer rendido a sus pies, perder la cabeza y terminar perdidamente enamorado de Egipto.
Las embarcaciones estaban atracadas en el puerto, apiladas en paralelo de forma que para llegar a la última debías cruzar todas las demás. A la entrada, una toalla caliente y un té rojo aguardaban mi llegada, y en la habitación, un mono saltarín, un cisne o un caimán, dependiendo del día, dibujaban en mi cara una sonrisa de oreja a oreja. Resulta que la tripulación se entretenía cada día creando maravillosas imitaciones de animales con toallas, a veces incluso se escondían en el pasillo para ver la sorpresa de sus huéspedes.
Los atardeceres en cubierta eran un regalo. Todo estaba en calma, el viento cálido mecía las velas de las falucas, las orillas se teñían de un color anaranjado casi rosa, el sol comenzaba a descender lentamente en el horizonte y el resto de naves surcaban las aguas del Nilo despreocupadas. Cuando caía la noche, los aromas de las especias subían hasta la cubierta, el curry se mezclaba con la guindilla, el cardamomo, el jengibre y la canela en una danza de olores, sabores y recuerdos bajo la noche estrellada. Las conversaciones con el guía, recostados en las tumbonas de la piscina, la noche de las chilabas y los bailes de danza del vientre también tenían lugar en aquel sitio privilegiado.
Por la mañana, los templos egipcios seguían en pie, al igual que miles de años atrás. La luz del día mostraba sus secretos y permitía apreciar una compleja lista de dioses, faraones, esposas e hijos que se paseaban entre las paredes de aquellos mitos vivientes. Templos como el de Karnak, la mayor construcción religiosa jamás realizada, regalaban una visita inolvidable a través de sus columnas, estatuas, obeliscos y santuarios. La imponente entrada al templo de Luxor con su avenida de esfinges, palmeras, columnatas y las estatuas sentadas de Ramsés II, las increíbles dimensiones del pilono en el templo de Horus, en Edfu, o la majestuosa fachada de Abu Simbel componían un mosaico abrumador, repleto de significado, historia y belleza, donde los indescifrables jeroglíficos que se sucedían sin control por sus paredes dibujaban mucho más que una historia de dioses, aquellos dibujos desteñidos y en algunos casos mutilados eran la explicación a una civilización entera.
El hogar de los faraones
El guía nos aseguró que debíamos salir temprano si no queríamos abrasarnos de calor a medio día, así que desayunamos en el bendito buffet del barco y nos dirigimos al fascinante Valle de los Reyes.
El trenecito bailaba zigzagueante entre las enormes montañas derretidas que formaban el valle en medio del desierto, mientras Sherif, el guía, relataba apasionadamente la historia de los faraones que allí descansaban. Él era egiptólogo y tras 15 años ejerciendo de guía conocía los lugares como la palma de su mano, nos mostraba cosas que los demás ignoraban y nos evitaba las avalanchas de turistas.
A simple vista el valle era eso: un valle. Ninguna pista delataba la existencia de tumbas faraónicas, de tesoros de incalculable valor o de cuerpos embalsamados hace miles de años. A diferencia de otras construcciones egipcias, el Valle de los Reyes era humilde y pasaba desapercibido bajo el recalcitrante sol de la mañana. Unas entradas a modo de túnel en las bases de las montañas indicaban el acceso a las diferentes tumbas, más de 60 por el momento.
Parecía un sueño estar allí con la realeza egipcia. Los cuerpos embalsamados, momificados y sepultados bajo tierra; las cámaras funerarias escondidas a través de laberintos subterráneos; las paredes repletas de jeroglíficos con llamativos colores naranjas, azules y rojos; los sarcófagos tallados y los miles de objetos por clasificar se sucedían a cada paso del extenso valle. La esencia de todos los libros y películas sobre Egipto estaba concentrada en aquel lugar. Respirar ese aire era como retroceder en el tiempo a 1922 cuando Howard Carter abrió la celebérrima tumba de Tutankamón y desató con ello la temida maldición del rey-niño. Sin embargo, el valle escondía más de lo que parecía. Entre las montañas del Valle de las Reinas, se alzaba espléndido y desafiante el templo de Hatshepsut, la primera reina-faraón. Unas terrazas escalonadas, comunicadas por unas enormes rampas, reposaban bajo el sol abrasador, antaño rodeadas de jardines y árboles exóticos, y completaban el puzle que es la historia de los dioses y reyes egipcios.
Sin duda, Egipto es un país que te atrapa de todas las formas posibles. Puede cautivarte mientras estás perdido en un zoco rodeado de babuchas de miles de colores, vasos de té a la menta danzando entre los puestos y el olor a narguile en el aire, regateando por absolutamente todo, saboreando un plato del mejor kefta, incluso endulzando las tardes con un delicioso baklava o visitando las joyas arqueológicas más imponentes del mundo. Después de 8 días en un tour por Egipto no querrás marcharte, vivirás recordando las noches cálidas de El Cairo y las tardes refrescantes en el Nilo, la entrada a las pirámides, la subida al Monte Sinaí tras las huellas de Moisés, la llegada al Valle de los Reyes. Te imaginarás recorriendo una vez más la sala de las enormes columnas de Karnak o atravesando la majestuosa entrada de Abu Simbel, rememorarás los tatuajes de henna, que ya habrán desaparecido, las largas conversaciones con el guía en la cubierta del barco y la amabilidad y buen corazón de la gente. Puede que hasta recuerdes con cariño aquella vez que intentaron cambiarte por 30 camellos rojos, ojo, que son los más caros.
Reportaje realizado a paritr de conversaciones con los viajeros Carlos Elizondo y María Soledad Paidón y el egiptólogo Sherif Shahin de Tierra Sinai.
Canción: Sufi- Omar Faruk Tekbilek
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