Paso Noroeste Ésta es una agencia de viajes de aventura radicada en Madrid. Se trata de una agencia pionera en una forma diferente de viajar, más cercana al viajero que al turista, ya que los desplazamientos los realizan en transporte público local siguiendo una ruta predefinida sin tener todo el programa cerrado de antemano, alojándose en hoteles de propiedad familiar tratando de este modo de integrarse en el país de destino.
Comentario realizado el 15 de mayo del 2019
Sanga Esta agencia ofrece trekkings, ascensiones, expediciones y viajes culturales por todo el mundo. Con sede en Madrid, desde hace más de 20 años organiza viajes a medida y salidas en grupo con guías expertos. Su especialidad es el diseño de nuevas rutas exclusivas, especialmente en Himalaya: Nepal, Tíbet o India. En su web se encuentra una información completa de todos los destinos, así como el catálogo en línea.
Comentario realizado el 20 de mayo del 2019
Top, treks & tours Agencia creada en 1984. Está especializada en diseñar viajes a medida, para lo que cuenta con corresponsales en la mayor parte de países del mundo. Uno de sus destinos estrella es Nepal, no en vano en su sede se encuentra el consulado nepalí en Barcelona y la compañía aérea Nepal Airlines. La página web es estática, aunque permite conocer las ofertas y los programas de la agencia mediante PDFs.
Comentario realizado el 20 de mayo del 2019
Hace años que los viajes de aventura en España ganan cada vez más peso a la hora de programar las vacaciones. La bonanza del clima así como la diversidad de paisajes permiten la práctica de un gran número de actividades deportivas al aire libre.
A estas facilidades hay que sumarle el creciente interés por este tipo de actividades en un número cada vez mayor de personas. En una sociedad en la que cada vez estamos más pendientes de dispositivos digitales, más encerrados en oficinas, aviones o coches, estas vías de escape han encontrado un nicho de mercado enorme. Las actividades de aventura ofrecen relajación, diversión y conexión con entornos naturales, que son muchos de los ingredientes que la gente echa de menos en su día a día.
En la variedad está el gusto
Una de las grandes cualidades que tiene España para el turismo de aventura es su enorme variedad. Las condiciones climatológicas favorables, unidas a los diferentes escenarios geográficos que ofrece este país, hacen de la península ibérica un lugar ideal para el éxito de actividades deportivas de aventura. Muchos negocios turísticos como hoteles, bares, restaurantes... aprovechan esta circunstancia para distribuir información y promocionar este tipo de ofertas en su zona y así fomentar la economía local. Fruto de esta circunstancia han aparecido páginas web en las que puedes encargar gran cantidad de posibilidades para elaborar material de promoción. A continuación, te enumeramos algunas de las zonas más visitadas de nuestro país en lo que a este tipo de turismo se refiere:
La costa cantábrica
Sin duda la costa cantábrica es una de las joyas de la corona de este tipo de turismo. Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco presentan unas credenciales de primer orden. Las playas son ideales para realizar actividades como el surf en sus múltiples modalidades. En este aspecto, San Sebastián se ha consolidado como uno de los puntos de referencia en los circuitos de los campeonatos del mundo. En el caso de Asturias concretamente, si hablamos de deportes acuáticos y de aventura, sin duda, hay que mencionar el descenso del Sella como uno de los eventos más emblemáticos de la comunidad.
El rafting es otra práctica que gana adeptos. Galicia parece haber tomado la delantera y ya son varias las empresas que ofrecen sus servicios en ríos como el Ulla, el Tambre o el Miño.
El senderismo y la bicicleta de montaña, son otras de las actividades estrella del sector norte del país. Con multitud de rutas de diversa dificultad, y con parajes naturales absolutamente espectaculares, tan característicos del norte del país.
Aragón y Cataluña
El pirineo aragonés es un destino idóneo para practicar deportes de invierno. Actividades como el barranquismo y la escalada son el plato estrella de regiones como Huesca por su relieve, aunque no el único. El senderismo también está muy solicitado, siendo Cataluña es uno de los buques insignia en lo que a oferta se refiere para los amantes de este deporte. En la provincia de Lleida en concreto hay multitud de rutas que se pueden completar incluso a caballo por unos entornos de belleza incomparable en los Pirineos. No debemos olvidar tampoco la posibilidad de hacer rafting de diversa dificultad en el río Noguera Pallaresa, una práctica que goza de gran popularidad en la región.
Islas Baleares y Canarias
Las islas son otros de los destinos más demandados para disfrutar del turismo de aventura. Lanzarote ofrece unas condiciones extraordinarias para hacer surf, y para los amantes del buceo, pero sin duda el senderismo es lo más demandado. Su conocido y particular paisaje volcánico, que por cierto ha servido para el rodaje de gran cantidad de películas, hacen de esta isla un entorno excepcional para disfrutar de unas buenas caminatas.
Hablando de senderismo o de buceo, tampoco podemos olvidar Mallorca. Aguas cristalinas y cálidas e innumerables rutas por pueblos encantadores para descubrir, también en bicicleta, componen la principal oferta de la isla.
Por supuesto, se quedan muchísimas alternativas y destinos fuera de esta lista. Sería imposible citarlas a todas en solo artículo.
Niño de la tribu Mursi, en Etiopía (foto: Ignasi Rovira)
El aire azota suavemente mi cara a medida que avanza el 4x4. Estoy en Etiopía, en medio de la sabana africana, rodeada de especies que jamás pensé que vería frente a frente, esto es un regalo. El camino, a menudo solitario, me brinda paisajes fascinantes pero este momento es el más especial. El todoterreno, que avanza impasible, levanta un polvo tostado, casi rojizo, que se suspende lentamente mientras los últimos rayos de sol del atardecer se cuelan entre los diminutos granos. Es cierto que los atardeceres de África son de los más bellos del mundo, el sol, en su último suspiro, colorea la inmensidad de la sabana y la dota de una nueva identidad. Todo se vuelve naranja y solo se distinguen a lo lejos las siluetas de las enormes acacias y de algún ave que sobrevuela el paisaje que se nos abre en nuestro viaje a Etiopía.
Texto: Irene Garcia
(Una vida de aventuras)
El mismo ambiente polvoriento emborrona las zonas semidesérticas donde se hallan los poblados de las diferentes etnias etíopes. Hamer, Mursi o Benna son algunas de ellas, y aunque comparten muchas tradiciones son completamente diferentes, e incluso rivales.
En la lejanía se distinguen unas siluetas altas y delgadas, pero a medida que me adentro en la inmensidad más profunda de la sabana, vislumbro un poblado vallado con ramas y troncos y unas humildes chozas de paja con un corral al costado. En aquella parcela en medio de la nada todo permanece puro e incólume. De pronto, las alargadas siluetas se acercan curiosas con una sonrisa de oreja a oreja y comienzan los primeros intercambios de palabras. Al mismo tiempo varias aves multicolores sobrevuelan la aldea mientras cantan una repetitiva melodía. Una algarabía de silbidos que resuenan hasta en el lugar más recóndito del poblado.
Mis ojos, asombrados, van de un lado para otro buscando elementos distintivos de aquellos grupos étnicos. Las mujeres hamer adornan su pelo con barro y grasa animal, lo cual les proporciona un color ocre característico, mientras que los hombres marcan sus cuerpos con escarificaciones. Las mujeres mursi alargan su labio inferior de una forma sobrehumana y colocan en el espacio que queda, un platillo de barro para identificar su posición social, cuanto más grande es el plato, más influyente es la mujer. Los benna cuidan con mucha dedicación su peinado y recubren su cabeza con una especie de gorro de barro, llama mucho la atención verlos siempre con un taburete cerca, y es que lo llevan por si tienen que echar la siesta para no destrozar su look; aunque una de las características más impactantes de esta etnia, que comparte con la Hamer, es su tradicional “Salto del Toro”.
Todos los miembros de la tribu saltan de alegría y hacen sonar unos enormes cascabeles que cuelgan de sus ropajes. Las faldas de las mujeres, de piel de vaca, lucen colores vivos que muestran orgullosas mientras adornan sus cuerpos con pulseras, collares y pintura corporal. El ruido de los cascabeles y trompetillas no cesa ni un segundo, es un día de celebración y alegría. Los hombres agarran a los toros por los cuernos y rabos, no sin esfuerzo, para hacer una hilera que pocos segundos después saltan los jóvenes de la tribu. ¡Vaya! Aquello es como una olimpiada africana, de un solo salto y sin apenas utilizar las manos atraviesan la fila de ganado y con ello entran en la edad adulta, un salto social que les permite contraer matrimonio y formar una familia.
Entre tanto revuelo, los más pequeños del poblado se desternillan de risa al verse reflejados en el visor de la cámara; sus caras son una mezcla de alegría y desconcierto. Al cabo de un rato se marchan y vuelven con más amigos para seguir con las risas.
Carnaval de sabores
Si por algo se conoce un país es por sus mercados, y en Etiopía hay cientos de ellos. El bullicio y el colorido son el factor común, mientras que sus visitantes y productos son tan variopintos como etnias se juntan alrededor de esos focos económicos y culturales. Nada más poner un pie en el mercado, un intenso aroma a especias y a ganado llama mi atención. A pesar del calor, avanzo sin rumbo fijo de puesto en puesto y me cruzo con mujeres que cargan sacos de cereales en la cabeza con cuidado de no pisar las verduras expuestas en el suelo. Los colores envuelven el lugar dotándolo de un aspecto mágico y brillante y los olores cada vez son más intensos. El olor a jengibre, cilantro y chili impregna el ambiente, ¿de dónde proviene ese aroma?, olfateo el apetecible rastro hasta dar con un pequeño puesto de comida. Un hombre alto y vestido con vaqueros pide al chico del otro lado del mostrador algún plato etíope que soy incapaz de descifrar; entonces el hombre del mostrador me mira esperando una comanda, así que utilizo el idioma internacional y señalo al chico de los vaqueros: “quiero lo mismo que él”. Al cabo de un par de minutos estoy degustando injera, un pan muy fino, de sabor agrio pero especiado y realizado con harina de teff. Este pan se utiliza como plato donde se ponen los alimentos y se come pellizcando trozos, a modo de cuchara. Encima se acompaña con doro wat (pollo en salsa), messer wat (lentejas), sega wat (cordero), shiro wat (puré de garbanzos), verduras, ensaladas, queso, etc.
Los sabores de la comida etíope son como una explosión en la boca, las salsas y aromas te trasportan hasta el mismo corazón de África, y si cierras los ojos te puedes imaginar rodeado de cascadas color chocolate y el sonido envolvente de los macacos y aves de la selva.
Pero Etiopía no solo son sus gentes y gastronomía, también forman parte de ella un conjunto de rutas históricas donde resuenan los ecos de grandes imperios y reyes, que fascinaron en su visita a autores como Kapuscinsky o Javier Reverte.
Desde la magia medieval de Gondar, donde las almenas, arcos y torres se erigen majestuosamente entre el verdor que consume el lugar, hasta Lalibela, el mítico pueblo perdido en las montañas que permaneció en secreto durante décadas y que posee unos monolíticos templos cincelados en la piedra por debajo del nivel del terreno.
Jugando al escondite con las montañas
La angosta grieta rocosa zigzaguea entre una docena de iglesias en el subsuelo. El color rojizo se apodera de aquella imagen y al alzar la vista, una enorme construcción se levanta ante mis ojos, “esto es Lalibela”- dice Ignasi, el guía. Él lleva 15 años recorriendo Etiopía con grupos de turistas y jamás se ha cansado de visitar aquellas iglesias trogloditas que aparecen como surgidas de las entrañas de la tierra.
Entre estrechos barrancos y escarpadas y frondosas colinas, asomándose a escondidas para bañarse con la luz del día, la intrincada red de túneles subterráneos, que conectan una docena de iglesias, se abre paso hasta las enormes piezas talladas a mano con herramientas rudimentarias y de un solo bloque.
Al fin contemplo las iglesias de las que tanto había leído. Un halo de misterio me acompaña en todo momento, y de vez en cuando me cruzo con algunos sacerdotes vestidos de un blanco impoluto con turbante y bastón. La escena es insuperable cuando se asoman a los ventanucos, a bastantes metros del suelo, meditabundos y mirando al horizonte. Sin duda alguna, Lalibela es un lugar fotogénico, encantador y sobre todo mágico. Aquello que se suele decir de “la fe mueve montañas” en este caso, no solo es la pura verdad, sino que es una experiencia que se debe vivir al menos una vez en la vida.
Los reyes de Etiopía
Normalmente, cuando viajas a África tienes la idea de que no verás ningún animal de cerca aunque hagas un safari, ya que nadie puede garantizar que el león o el rinoceronte de turno estén allí esperando tu llegada. La fauna en Etiopía es extremadamente diversa. Mi sorpresa es bárbara cuando los animales, que en un principio me había hecho a la idea de ver en postales, se pasean tranquilamente delante del objetivo de la cámara.
Los lagos del país aúnan un sinfín de especies, desde hipopótamos descomunales, que asoman la cabeza tímidamente y mueven las orejas de atrás hacia delante, hasta cocodrilos que se pasean frente a las barcas de los pescadores, agazapados y siempre alerta. En tierra llaman la atención las hermosas cebras, con unas rayas que brillan a la luz del sol como si estuvieran recién pintadas, los antílopes y gacelas, de prominentes cuernos y asilvestrados saltos, los flamencos, que como una nube rosa se posan junto al lago y permanecen largas horas en perfecto equilibrio, y la infinidad de aves, que lucen plumajes espectaculares.
La verdadera belleza de la fauna etíope reside en el entorno que la rodea y el ambiente que se crea cuando todos los sonidos de alrededor susurran su animada, pero relajante melodía. Las cascadas chocan contra las rocas del precipicio con fuerza, y baten sin miedo; los pájaros pían sin cesar, igual que los monos aúllan, colgados de los árboles más cercanos.
A veces solemos quedarnos con los clichés. Tenía la imagen de una Etiopía seca y árida pero nada de lo que estaba viendo se parecía a aquello: praderas verdes, montañas pobladas de árboles y agua por todas partes. Sin duda alguna, mi estancia en Etiopía, desde el Valle del Omo, hasta la antigua Abisinia, fue una montaña rusa de emociones y sensaciones que traté de vivir al límite desde que puse el primer pie, hasta el día que dejé atrás aquella maravillosa aventura. Había recorrido, durante 17 días, un país de contrastes que rompió mis esquemas, de viajes por carretera, paisajes cambiantes y gente cuya hospitalidad no tenía parangón.
Si echo la mirada atrás recuerdo aún la visita a la tribu karo, una anécdota digna para contar a mis nietos, de esas que difícilmente alguien creería. La tribu vecina, los bumi, les habían robado algunas vacas y mujeres. Cuando el grupo de turistas llegó al poblado, los karo estaban en éxtasis, embadurnados con polvos blancos y saltando frenéticamente. Se preparaban para la guerra. Ignorantes de todo aquello, nos imaginábamos un teatrillo donde la tribu representaba su escena principal: “qué turístico”-comentábamos al guía-. Ignasi, que sabía perfectamente que aquello no iba a terminar bien, dijo: “subid al coche que nos vamos pitando”.
Las tribus, a pesar de que son muy abiertas, también tienen una vida, enemigos y viven una realidad completamente diferente a la nuestra. No se trata de un decorado de quita y pon que se monta cuando se acercan los turistas. En aquel caso, ¡estaban en medio de una guerra! En Etiopía nunca sabes lo que puede ocurrir.
Sentado en la terraza de algún lugar de Etiopía se oyen, a lo lejos, las carcajadas de unos niños. El sol ya se está poniendo y termina el día. La noche entra en escena sin prisa, oscureciendo aquella maravilla lentamente. Han pasado unas horas y sigo inmóvil, mientras la luna brilla plateada y el añil tiñe todo, incluso a las personas. Me quedo en silencio.
Reportaje realizado a partir de conversaciones con el guía de Tuareg Viatges, Ignasi Rovira
Canción: "Shashemene Ethiopia", de Aster Aweke
No todos los días se puede dormir bajo un manto de estrellas a escasos metros del cráter de un volcán. Tras caminar 10 kilómetros cuando ya se ha puesto el sol, llegamos a la cima y olvidamos el miedo. Empezamos a aceptar la intensidad del momento y sentimos la potencia de la tierra bajo los pies mientras recorremos con la vista el lago de lava. Una sensación maravillosa e impactante a la vez. Localizado en el desierto de Danakil (en el cuerno de África), el volcán Erta Ale es la guinda de un viaje a Etiopía, concretamente a la región de la depresión Afar.
Texto: Judit Vela / Fotos: Tarannà
Dormir en la cima de un volcán justo al lado de su cráter no es lo único que impresiona de esta expedición. Basta con llegar a esta tierra para sentir lo que es estar en el fin del mundo, en el lugar más caluroso y más bajo de la tierra respecto al nivel del mar. En la verdadera cuna de la humanidad, donde se han hallado los vestigios de los primeros homínidos. La famosa “Lucy” Australopithecus Afarensis era etíope.
Sobrevivir entre dunas
Un paraje inhóspito, unas condiciones arduas para vivir. Y aun así, podemos apreciar cómo sus habitantes se sienten orgullosos y seguros de su tierra. Ellos son los Afar, la etnia mayoritaria en esta región desde hace más de 1.000 años. Pastores nómadas que se mueven en busca de pozos de agua y que encontramos en Etiopía, aunque también habitan en Eritrea y Djibuti. Sus peinados nos llaman la atención. Llevan el pelo en forma de diminutos tirabuzones, trabajo digno de unas manos prodigiosas. Visten faldas cuyos colores varían en función del sexo de la persona y viven en chozas llamadas ari.
Poco a poco vamos entendiendo que no son especialmente dados a la comunicación con extraños. Protegen su hogar con cierto recelo e inspiran respeto. Han sabido sobrevivir en un medio hostil, manteniendo siempre su dignidad. Todo queda más claro cuando vivimos anécdotas junto a ellos: en el grupo de viajeros hay un médico y una enfermera. En un poblado, una chica afar tiene una grave quemadura en el pie. La atienden como pueden y, a pesar del dolor, la joven no derrama ni una lágrima. Una gran lección para nosotros, débiles y quejumbrosos occidentales.
Ver a los afar trabajando es otra de las vivencias más cautivadoras de esta aventura. Su principal sustento es la extracción de sal. Ante la gran llanura, nos preguntamos cómo es posible trabajar a esas temperaturas. Pero allí están ellos, cortando en grandes trozos uniformes los bloques de sal y transportándolos en sus caravanas de camellos como hacían siglos atrás. Por fortuna o desgracia, pronto dejarán de ser caravanas de camellos y pasarán a ser camiones que circularán por la nueva carretera que está en construcción.
Joyas de la tierra
A 45 metros por debajo del nivel del mar, llegamos al volcán Dalol. Las fuentes termales descargan continuamente líquidos ácidos que nos llenan las fosas nasales con el olor del que parece ser el mismísimo infierno. Nos envuelve una explosión de colores: amarillos, verdes, naranjas, blancos, marrones… forjados por la química volcánica. La naturaleza consigue quitarnos el aliento con el espectáculo que nos ofrece. En este momento nos miramos y nos sentimos unos seres verdaderamente privilegiados en una región dura y remota, pero extraordinaria.
De mercado en mercado, también tenemos la oportunidad de pasear por ciudades como Assayita, la antigua capital del Sultanato Afar. En Assayita, muy marcada por la cultura musulmana, las temperaturas alcanzan los 54º en verano y, en invierno, no bajan de los 30º. Quizás por eso, aunque el viaje sea en plena época navideña, acabamos durmiendo fuera del alojamiento. Acostumbrados a las comodidades, a dormir en buenas camas y a beber lo que nos apetece en cualquier momento, quedamos fascinados cuando comprobamos que el verdadero placer está justo aquí: sobre un saco de dormir, admirando el cielo nocturno. Una sensación que ninguno de nosotros ha percibido en hoteles de lujo.
Toda Etiopía está salpicada de iglesias. Muchas de ellas excavadas en las propias rocas, como en el caso de la existente en la roca Wukro Cherkos. Nos transportamos a épocas remotas sólo con echar un vistazo a lo que tenemos alrededor. En el monasterio de Debre Damo, los monjes ascienden trepando por unas cuerdas. La famosa Reina de Saba era, supuestamente, una mujer etíope. Los restos de su palacio fueron largamente buscados hasta que en el 2008 un grupo de arqueólogos alemanes anunció al mundo el gran descubrimiento: en la antigua ciudad imperial de Axum, en el norte de Etiopía, se hallaban las ruinas del gran palacio. Y aquí estamos nosotros, preguntándonos cómo debió ser la vida palaciega para la legendaria soberana mientras observamos la piedra castigada por los años y los elementos.
En cuerpo y alma
Todos los viajeros tenemos un mismo objetivo: adentrarnos en una tierra desconocida, en el corazón de África. Un lugar del que todo el mundo ha oído hablar, ha leído libros o ha visto documentales, pero que pocos conocen en primera persona. La fotografía y el vídeo pueden jugar un papel fundamental en nuestro viaje, pero lo verdaderamente importante es estar aquí y conocer de primera mano a sus gentes, contemplar sus paisajes, sentir sus olores y disfrutar de las puestas de sol más espectaculares que se puedan imaginar.
Carretera solitaria en el Desierto de Danakil, Etiopía
En la región más árida y cruel del mundo, un simple aguacero tormentoso nos trastoca los planes del viaje. El polvo fino del desierto se torna espeso y pegajoso, con lo que nos resulta toda una peripecia cruzar con coches el terreno. Aun así, con ganas y espíritu es fácil superar obstáculos como éste, el calor o las horas de viaje. Ver como cada miembro del grupo busca solución a esos momentos es realmente curioso. Y, al final, todos acabamos sintiéndonos como grandes exploradores, a pesar de que éstos viajaban a lomos de un camello y no en un 4x4 con aire acondicionado.
Complicaciones como estas, además, son menos duras cuando se comparten. En una expedición en grupo es muy probable encontrarse con viajeros reales, aventureros y apasionados. Sin embargo, es igual de importante aprender a disfrutar individualmente de las sensaciones que se viven cada día y de la conexión con la naturaleza. La falta de intimidad también está presente, pero forma parte de la autenticidad del viaje. De todo ello en conjunto acaban surgiendo amistades duraderas que uno nunca habría pensado que haría en este rincón del planeta.
Así, rodeados de un paraje dramático, solitario y evocador que queda grabado en nuestra retina, comprobamos que hay que arriesgar para obtener a cambio experiencias como esta. Nos llevamos una tierra viva y fascinante que ha conseguido hipnotizarnos. El lugar más caluroso del planeta para el cuerpo pero, sobre todo, para el corazón y el alma.
Contactar con Tarannà Viajes con Sentido
Reportaje realizado a partir de entrevistas con Xavier Gil (especialista en Etiopía y responsable del departamento virtual y web de Tarannà), Enrique Pidal y Pep Rufach, viajeros.
Dallol Taranna from Tarannà Viajes on Vimeo.
La tierra, de un ligero tono rojizo, estaba mojada y en algunos tramos nuestros pies chapoteaban sobre el barro. El camino serpenteaba entre infinidad de arrozales de un intenso color verde y pequeños pueblos rurales se asomaban tímidamente. Los niños, con la cara untada de thanaka para protegerse del sol, sonreían divertidos y saludaban agitando la mano enérgicamente mientras gritaban mingguhlaba, que significa hola en birmano. Nuestro viaje a Myanmar se presentaba lleno de sorpresas y maravillosa aventuras.
Texto: Irene García (Una vida de aventuras)
Imágenes: Natalia Díaz y Paso Noroeste
La gente se asomaba a las ventanas y se acodaba tras las vallas para observar con curiosidad nuestra llegada. Myanmar, también conocido como la antigua Birmania, nos acogía calurosamente y nos brindaba desinteresadamente todo lo que tenía. Aquella noche dormimos en las casas de la tribu Danu, no tenían electricidad ni agua corriente y la ducha consistía en un barreño de agua de lluvia con cubos al aire libre.
No lo dudamos y empezamos a "despelotarnos" para disfrutar de una ducha, tras una larga jornada de trekking, bajo la preocupada mirada de nuestra coordinadora, que sabía lo recatados que eran los lugareños y temía un conflicto político, aunque terminamos aficionándonos a estos baños comunitarios en pleno contacto con la naturaleza.
La familia que nos acogía nos preparó, bajo la luz de las velas, una cena buenísima con los productos que ellos mismos cultivaban. Los platos danzaron de un lado al otro de la mesa baja, casi a ras del suelo, mientras desprendían unos aromas a especias deliciosos. Los vapores inundaban la habitación y los anfitriones sonreían al vernos comer. Probamos el laphet thoke o ensalada de hojas de té, el arroz y fideos estilo Shan y el buthi kyawhtamin, calabaza rebosada y frita. Pasamos largas horas charlando con los locales que se amontonaban en la puerta, algunos en inglés y otros por gestos, incluso nos leyeron la mano con unas cartas de tarot. El señor San, un simpático guía local que habíamos contratado, nos contó divertido las batallitas de cuando estudiaba en la universidad de Mandalay y escondía chuletas en los bolígrafos. Esa noche dormimos todos juntos en el suelo de la única habitación de la casa, que estaba complemente cubierto por alfombras tejidas a mano. La casa, suspendida en el aire por cuatro pilares de madera, contaba con techo de zinc y paredes trenzadas con bambú, como la mayoría de las casas del país.
El país de las sonrisas
Cuando los primeros rayos dorados del sol se cuelan entre las callejuelas de la ciudad y los puestos de los mercados locales se encuentran abarrotados de frutas y verduras, Myanmar despierta. Algunos mercados, como el de Hmaw Be, abren a las 4 de la mañana y empiezan a recoger a las 8, sin embargo, un simple paseo a través de estos hervideros sociales te transporta directamente al corazón de la ciudad y te acerca a la vida cotidiana de sus gentes. Un baile de color, sabor y aromas inunda el ambiente. Los colores son más intensos y brillantes que de costumbre y las frutas parecen más apetitosas. Las mujeres, sonrientes como siempre, visten telas rojas, verdes, violetas y naranjas y cubren su cabeza con turbantes de igual colorido. Se sientan en el suelo, casi en cuclillas, y orgullosas te ofrecen todo tipo de alimentos.
A esa misma hora, los pescadores de la etnia Intha salen con sus barcas en busca de alguna presa en el lago Inle. Esta etnia tiene una forma muy peculiar de remar. Enroscan una pierna al remo y mantienen el equilibrio con el otro pie situado en el extremo de la barca mientras lanzan y recogen las redes. Unas 200 aldeas rodean el lago y trabajan con la seda, el lino y la flor de loto para confeccionar hermosas prendas, muchas de ellas destinadas a cubrir las numerosas imágenes de buda. La artesanía es fundamental en Myanmar, la gran calidad de sus materias primas y el minucioso trabajo de los artesanos convierten al país en un paraíso para los amantes de la artesanía, muy variada y barata hasta límites insospechados. Creo que nos llevamos de todo: tazas lacadas, telas, joyas, metales labrados...
Aunque curioso sí que es el modo en que llaman la atención de los camareros. En un bar o restaurante, dos besos al aire sirven para, por ejemplo, pedir la cuenta. Estábamos sentados en un pequeño local, hacía un día caluroso y la humedad nos pegaba la ropa al cuerpo. De pronto, oímos como los chicos de la mesa de al lado lanzaban besos volados al camarero. Pensamos que eran amigos y se mostraban así su afecto, pero al comprobar que el resto de personas hacía lo mismo decidimos probar. Lanzamos dos besos al camarero más cercano y enseguida se acercó sonriente. Cuando trajo la cuenta me agarró el codo derecho con su mano izquierda. Resulta que siempre que entregan algo lo hacen de esta forma en señal de respeto.
La mayoría de hombres y mujeres de Myanmar trabajan de sol a sol, aunque, tras las largas jornadas de trabajo, los hombres se reúnen en las tea houses y juegan, sentados en su perpetua posición en cuclillas, a los dados -que en ocasiones cambian por caracoles-, a las damas, a las cartas o al jilown, más tradicional entre los jóvenes. Este juego consiste en pasarse, utilizando las piernas y con un solo toque, una pelota hueca de caña o goma. Forman un círculo de varios hombres descalzos y con el longy de cuadros remangado entre las piernas, improvisan un juego que se alarga durante horas.
Tras jugar unas partidas de jilown con los locales, que lloraban de la risa al ver nuestros esfuerzos, el sol empezó a descender lento y confiado. Aquel día brillante y ligeramente anaranjado comenzaba a apagarse y bañaba de sombras una ciudad que no renunciaba a la vida nocturna. Empezaron a surgir puestos callejeros, la gente se refrescaba en la puerta de sus casas y los niños correteaban descalzos sintiendo la tierra seca y polvorienta bajo sus pies. Los jugadores de jilown regresaban a sus casas y de las improvisadas cocinas, pues no eran más que calderos sobre maderos ardiendo, emanaba un olor intenso y reconfortante, como un guiso de la abuela pero con curry, arroz, verduras y pescado. Aún huelo esos aromas en sueños.
Viajar atrás en el tiempo
La bici serpenteaba entre los más de dos mil templos que se conservan del primer imperio birmano. Ya estaba amaneciendo y la niebla se disipaba en aquel paisaje infinito. Mil y una historias de reyes, batallas, emboscadas y leyendas milenarias poblaban los interminables caminos de Bagan. Las enormes siluetas de los templos, muchos en ruinas, se sucedían sin ninguna vergüenza y se alzaban majestuosos hacia el cielo. Cuatro accesos en cada lateral, comunes en todos los templos, conducían al interior donde descansaba una figura de buda. En algunos casos inmensa, dorada e intimidante y en otros, de piedra pintada a mano, sencilla y meditabunda.
Parecía un lugar detenido en el tiempo. Apenas nos cruzamos con gente y solo se oía el chirrido de la bici oxidada avanzando impasible entre los polvorientos caminos de la historia de la antigua Birmania. La calma lo inundaba todo, los pájaros piaban a los lejos y la serenidad se apoderó de nosotros. Quedamos como adormilados por la paz de Bagan, que también nos acompañó en los templos budistas de Yangon y Mandalay.
Viajamos en tren -arriesgándonos a cruzar el viaducto de Gokteik-, en autobús, en taxi compartido, en tuk tuk, en barco, también en bici e incluso hicimos autoestop. Nos mezclamos con la gente y nos fundimos con la naturaleza, respiramos la paz de los templos de Bagan y surcamos las aguas del lago Inle. Al final nos sentimos como verdaderos viajeros, no como turistas. La incertidumbre y la aventura nos acompañó en todo momento y las fuerzas y las ganas de conocer el país no nos abandonaron nunca. Empezamos como unos completos desconocidos y terminamos siendo grandes amigos que hoy comparten experiencias únicas, incluso surgió el amor. La flexibilidad del viaje nos permitió disfrutar con mayor intensidad de un itinerario planificado sobre la marcha donde todos colaboramos, porque, al fin y al cabo, no fue un viaje, fue una aventura inolvidable.
Reportaje realizado a través de conversaciones con Natalia Díaz, coordinadora de la agencia Paso Noroeste y la viajera Zuriñe Bilbao.
Club Marco Polo Agencia mayorista perteneciente al Grupo AM. Fue fundada en 1980. Club Marco Polo crea viajes diferentes, con un fuerte componente cultural, humano y sostenible; con grupos reducidos, enfocados a ofrecer experiencias únicas y auténticas.
Comentario realizado el 12 de julio del 2019
Nieve Aventura. Publicación on-line sobre todo lo que tiene que ver con el mundo de la nieve y los deportes asociados. "Nieve Aventura" está realizada por un grupo de periodistas especializados en deportes de invierno, todos ellos con muchos años de experiencia. Además de noticias de última hora, la revista incluye reportajes sobre deportistas, estaciones de esquí, material deportivo y mucho más. Estamos ante una recién nacida revista que vale la pena visitar a menudo. En esta etapa inicial todavía falta definir muchos aspectos, pero todo apunta que "Nieve Aventura" ha llegado para quedarse y dar que hablar.
Comentario realizado el 22 de noviembre del 2016.
Costa Rica se anuncia como el país que te permite visitar el océano Pacífico y el mar Caribe sin salir de sus fronteras. Pero es mucho más que eso. Es la naturaleza en su estado más puro. Son volcanes que burbujean ácido sulfúrico, caminos impenetrables, playas salvajes y paradisíacas.
Texto y fotos:
Berta Cots
Decidimos hacer este viaje en autobús. Los costarricenses son gente afable y servicial. Si no fuese así lo de los autobuses habría sido mucho más complicado. Porque para llegar desde el Volcán Arenal hasta Liberia, unos amigos con los que habíamos compartido dos días de viaje nos dejaron en un pueblecito llamado Tilarán donde, aparte de dos “sodas” (restaurantes de presupuesto más moderado que el resto) no había mucho más. Eso sí: una parada de autobús cuyo techo no fue ningún obstáculo para que el diluvio que caía nos empapara de arriba a abajo. De ahí había que coger un autobús hasta un pueblo en la carretera interamericana, Las Cañas, desde el cual con suerte podríamos llegar a nuestro objetivo esa noche: Liberia. Cuando nos subimos al primer autobús no sabíamos si dormiríamos esa noche en Liberia, pero preguntando en Costa Rica se llega todas partes y lo conseguimos.
Nuestro objetivo allí era visitar el volcán Rincón de la Vieja, en el parque nacional del mismo nombre. A través de un camino bastante fácil de recorrer se ven fumarolas fangosas, se toca la tierra caliente en algunos sitios, se huele el azufre que sale del volcán. Y tras una caminata mucho más larga de lo que dicen los guías de la entrada se llega a unas cataratas que son el premio a haber aguantado hasta allí: agua cristalina en medio de un bosque remoto y espeso.
Salir de allí fue otra pequeña aventura: en medio de las obras de la interamericana, el autobús se coge enfrente de un hotel, Los Boyeros, que le da el nombre a la parada. De ahí, tras dos horas a lo largo de la interamericana hacia el sur, bajas en un sitio que se llama La Irma: restaurante cerrado hace años que le sigue dando nombre a la parada del autobús en un cruce de carreteras. Por ahí, dos veces al día, pasa un autobús que sube por una carretera de curvas hasta Monteverde, lugar fiel a su nombre donde los haya.
En Monteverde todo el mundo hace cosas que en cualquier otro sitio no haría nunca. Como tirarse por una tirolina de más de 1,5 km colgado como si fueras Superman. O el salto del Tarzán, porque ya que estás haciendo el circuito de aventura, ¡cómo no te vas a tirar al vacío cogido de una cuerda! Me dijeron que eran tres segundos de caída al vacío hasta que la cuerda tiraba de ti: sigo sin saber si era verdad, solo sé que no lo volvería a hacer, pero que me alegro de haberlo hecho. ¿Contradictorio? Y todo esto por no hablar de la exuberancia y profundidad del bosque nuboso (todo hay que decirlo, también muy fiel a su nombre) o del avistamiento nocturno de animales. La sensación de estar en la selva a oscuras, se vean animales o no, es sobrecogedora e incomparable.
Todo esto, no tiene nada que ver con visitar los parques nacionales de Manuel Antonio y Marino Ballena, de playas salvajes y solitarias y con tanta flora y fauna que ver. O con el Parque Nacional de Corcovado: lugar de difícil acceso pero al que merece la pena llegar. Caminas por un sitio protegido, con una cuota máxima de visitantes al día, donde los animales, ignorando a los pocos turistas que llegan, siguen haciendo su vida mientras tú les contemplas boquiabierto en su hábitat, por tener el lujo de verles allí, en una selva y en unas playas que son suyas y en las que los humanos estamos de prestado. Y que, por cierto, el agua se está empezando a llevar.
Y no nos podemos olvidar del Caribe: Puerto Viejo, con su reggae y su reggaetón y su salsa. ¡Y su comida caribeña! El aceite de coco, el pollo con salsa caribeña, los zumos de frutas, los pasteles. Y las playas. Y el surf. Y las playas.
Desde allí fuimos a al Parque Nacional Tortuguero en un barco que cogimos en Moín: entras en el parque a través de los canales artificiales que se construyeron para facilitar las comunicaciones en la zona. Solamente eso ya es un espectáculo de manglares, cocodrilos y aves varias. Una vez en Tortuguero, tener la oportunidad de ver a las tortugas verdes, por la noche, salir a la playa para, después de limpiar la zona y hacer un agujero, poner sus huevos, es una experiencia muy emocionante. La tenacidad con que tapan el agujero, con la que, quizás, hacen otros agujeros para despistar a los depredadores, cómo paran de vez en cuando a respirar por lo cansadas que están del esfuerzo, y verlas volver al agua después, satisfechas, todo eso es indescriptible. Y todo, eso sí, en grupos pequeños muy controlados, a oscuras, para no entorpecer todo el proceso ni desorientar a las tortugas.
Un país, en resumen, en el que ni hay solo playas, si hay solo volcanes, ni hay solo animales, ni hay solo ticos. Eso sí, ¡arroz y frijoles en todas partes!