La tierra, de un ligero tono rojizo, estaba mojada y en algunos tramos nuestros pies chapoteaban sobre el barro. El camino serpenteaba entre infinidad de arrozales de un intenso color verde y pequeños pueblos rurales se asomaban tímidamente. Los niños, con la cara untada de thanaka para protegerse del sol, sonreían divertidos y saludaban agitando la mano enérgicamente mientras gritaban mingguhlaba, que significa hola en birmano. Nuestro viaje a Myanmar se presentaba lleno de sorpresas y maravillosa aventuras.
Texto: Irene García (Una vida de aventuras)
Imágenes: Natalia Díaz y Paso Noroeste
La gente se asomaba a las ventanas y se acodaba tras las vallas para observar con curiosidad nuestra llegada. Myanmar, también conocido como la antigua Birmania, nos acogía calurosamente y nos brindaba desinteresadamente todo lo que tenía. Aquella noche dormimos en las casas de la tribu Danu, no tenían electricidad ni agua corriente y la ducha consistía en un barreño de agua de lluvia con cubos al aire libre.
No lo dudamos y empezamos a "despelotarnos" para disfrutar de una ducha, tras una larga jornada de trekking, bajo la preocupada mirada de nuestra coordinadora, que sabía lo recatados que eran los lugareños y temía un conflicto político, aunque terminamos aficionándonos a estos baños comunitarios en pleno contacto con la naturaleza.
La familia que nos acogía nos preparó, bajo la luz de las velas, una cena buenísima con los productos que ellos mismos cultivaban. Los platos danzaron de un lado al otro de la mesa baja, casi a ras del suelo, mientras desprendían unos aromas a especias deliciosos. Los vapores inundaban la habitación y los anfitriones sonreían al vernos comer. Probamos el laphet thoke o ensalada de hojas de té, el arroz y fideos estilo Shan y el buthi kyawhtamin, calabaza rebosada y frita. Pasamos largas horas charlando con los locales que se amontonaban en la puerta, algunos en inglés y otros por gestos, incluso nos leyeron la mano con unas cartas de tarot. El señor San, un simpático guía local que habíamos contratado, nos contó divertido las batallitas de cuando estudiaba en la universidad de Mandalay y escondía chuletas en los bolígrafos. Esa noche dormimos todos juntos en el suelo de la única habitación de la casa, que estaba complemente cubierto por alfombras tejidas a mano. La casa, suspendida en el aire por cuatro pilares de madera, contaba con techo de zinc y paredes trenzadas con bambú, como la mayoría de las casas del país.
El país de las sonrisas
Cuando los primeros rayos dorados del sol se cuelan entre las callejuelas de la ciudad y los puestos de los mercados locales se encuentran abarrotados de frutas y verduras, Myanmar despierta. Algunos mercados, como el de Hmaw Be, abren a las 4 de la mañana y empiezan a recoger a las 8, sin embargo, un simple paseo a través de estos hervideros sociales te transporta directamente al corazón de la ciudad y te acerca a la vida cotidiana de sus gentes. Un baile de color, sabor y aromas inunda el ambiente. Los colores son más intensos y brillantes que de costumbre y las frutas parecen más apetitosas. Las mujeres, sonrientes como siempre, visten telas rojas, verdes, violetas y naranjas y cubren su cabeza con turbantes de igual colorido. Se sientan en el suelo, casi en cuclillas, y orgullosas te ofrecen todo tipo de alimentos.
A esa misma hora, los pescadores de la etnia Intha salen con sus barcas en busca de alguna presa en el lago Inle. Esta etnia tiene una forma muy peculiar de remar. Enroscan una pierna al remo y mantienen el equilibrio con el otro pie situado en el extremo de la barca mientras lanzan y recogen las redes. Unas 200 aldeas rodean el lago y trabajan con la seda, el lino y la flor de loto para confeccionar hermosas prendas, muchas de ellas destinadas a cubrir las numerosas imágenes de buda. La artesanía es fundamental en Myanmar, la gran calidad de sus materias primas y el minucioso trabajo de los artesanos convierten al país en un paraíso para los amantes de la artesanía, muy variada y barata hasta límites insospechados. Creo que nos llevamos de todo: tazas lacadas, telas, joyas, metales labrados...
Aunque curioso sí que es el modo en que llaman la atención de los camareros. En un bar o restaurante, dos besos al aire sirven para, por ejemplo, pedir la cuenta. Estábamos sentados en un pequeño local, hacía un día caluroso y la humedad nos pegaba la ropa al cuerpo. De pronto, oímos como los chicos de la mesa de al lado lanzaban besos volados al camarero. Pensamos que eran amigos y se mostraban así su afecto, pero al comprobar que el resto de personas hacía lo mismo decidimos probar. Lanzamos dos besos al camarero más cercano y enseguida se acercó sonriente. Cuando trajo la cuenta me agarró el codo derecho con su mano izquierda. Resulta que siempre que entregan algo lo hacen de esta forma en señal de respeto.
La mayoría de hombres y mujeres de Myanmar trabajan de sol a sol, aunque, tras las largas jornadas de trabajo, los hombres se reúnen en las tea houses y juegan, sentados en su perpetua posición en cuclillas, a los dados -que en ocasiones cambian por caracoles-, a las damas, a las cartas o al jilown, más tradicional entre los jóvenes. Este juego consiste en pasarse, utilizando las piernas y con un solo toque, una pelota hueca de caña o goma. Forman un círculo de varios hombres descalzos y con el longy de cuadros remangado entre las piernas, improvisan un juego que se alarga durante horas.
Tras jugar unas partidas de jilown con los locales, que lloraban de la risa al ver nuestros esfuerzos, el sol empezó a descender lento y confiado. Aquel día brillante y ligeramente anaranjado comenzaba a apagarse y bañaba de sombras una ciudad que no renunciaba a la vida nocturna. Empezaron a surgir puestos callejeros, la gente se refrescaba en la puerta de sus casas y los niños correteaban descalzos sintiendo la tierra seca y polvorienta bajo sus pies. Los jugadores de jilown regresaban a sus casas y de las improvisadas cocinas, pues no eran más que calderos sobre maderos ardiendo, emanaba un olor intenso y reconfortante, como un guiso de la abuela pero con curry, arroz, verduras y pescado. Aún huelo esos aromas en sueños.
Viajar atrás en el tiempo
La bici serpenteaba entre los más de dos mil templos que se conservan del primer imperio birmano. Ya estaba amaneciendo y la niebla se disipaba en aquel paisaje infinito. Mil y una historias de reyes, batallas, emboscadas y leyendas milenarias poblaban los interminables caminos de Bagan. Las enormes siluetas de los templos, muchos en ruinas, se sucedían sin ninguna vergüenza y se alzaban majestuosos hacia el cielo. Cuatro accesos en cada lateral, comunes en todos los templos, conducían al interior donde descansaba una figura de buda. En algunos casos inmensa, dorada e intimidante y en otros, de piedra pintada a mano, sencilla y meditabunda.
Parecía un lugar detenido en el tiempo. Apenas nos cruzamos con gente y solo se oía el chirrido de la bici oxidada avanzando impasible entre los polvorientos caminos de la historia de la antigua Birmania. La calma lo inundaba todo, los pájaros piaban a los lejos y la serenidad se apoderó de nosotros. Quedamos como adormilados por la paz de Bagan, que también nos acompañó en los templos budistas de Yangon y Mandalay.
Viajamos en tren -arriesgándonos a cruzar el viaducto de Gokteik-, en autobús, en taxi compartido, en tuk tuk, en barco, también en bici e incluso hicimos autoestop. Nos mezclamos con la gente y nos fundimos con la naturaleza, respiramos la paz de los templos de Bagan y surcamos las aguas del lago Inle. Al final nos sentimos como verdaderos viajeros, no como turistas. La incertidumbre y la aventura nos acompañó en todo momento y las fuerzas y las ganas de conocer el país no nos abandonaron nunca. Empezamos como unos completos desconocidos y terminamos siendo grandes amigos que hoy comparten experiencias únicas, incluso surgió el amor. La flexibilidad del viaje nos permitió disfrutar con mayor intensidad de un itinerario planificado sobre la marcha donde todos colaboramos, porque, al fin y al cabo, no fue un viaje, fue una aventura inolvidable.
Reportaje realizado a través de conversaciones con Natalia Díaz, coordinadora de la agencia Paso Noroeste y la viajera Zuriñe Bilbao.
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